Cuarto Domingo de Adviento

Lecturas: Miq 5, 1-4; Heb 10, 5-10; Lc 1, 39-45.
Los seres humanos tenemos la tendencia de identificar a Dios con lo grandioso, lo sorprendente, lo espectacular. El Salmo 77, por ejemplo, canta:
“Te vio el mar, oh Dios, te vio el mar y tembló, las olas se estremecieron. Las nubes descargaban sus aguas, retumbaban los nubarrones, tus saetas zigzagueaban. Rodaba el estruendo de tu trueno, los relámpagos deslumbraban el orbe, la tierra retembló estremecida.”
Ante este Dios fuerte y poderoso, que cuida amoroso de las criaturas, se deleita confiado el salmista, cantando:
“Con portentos de justicia nos respondes, Dios Salvador nuestro; tú, esperanza del confín de la tierra y del océano remoto. Tú, que afianzas los montes con tu fuerza, ceñido de poder. Tú, que reprimes el estruendo del mar, el estruendo de las olas y el tumulto de los pueblos.  Los habitantes del extremo del orbe se sobrecogen ante tus signos, y a las puertas de la aurora y del ocaso las llenas de júbilo. Tú cuidas de la tierra, la riegas y la enriqueces sin medida. La acequia de Dios va llena de agua, preparas sus trigales. Así la preparas: riegas sus surcos, igualas los terrones, tu llovizna los deja esponjosos; bendices sus brotes. Coronas el año con tus bienes y tus carriles rezuman abundancia; rezuman los pastos del páramo, y las colinas se orlan de alegría; las praderas se cubren de rebaños y los valles se visten de mieses que aclaman y cantan.” (Sal 65)
Reconocer al Dios grande y fuerte es sencillo. Pero reconocerlo pequeño y débil no lo es tanto. Un Dios frágil nos desconcierta; y, sin embargo, el Dios de Jesús es el Dios que se manifiesta en lo pequeño. El profeta Miqueas recuerda que de “Belén de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ella saldrá el jefe de Israel.” Belén, la pequeñísima aldea, es el origen de Aquél que “lleva el nombre glorioso del Señor, su Dios;” Aquél que “pastoreará con la fuerza del Señor y se mostrará grande hasta los confines de la tierra”; Aquél que “será nuestra paz.”
Y el Evangelio nos recuerda el encuentro de aquellas dos mujeres en otra aldea perdida en la montaña, en un pueblo de Judá: María e Isabel. Estas mujeres pertenecían ambas al pueblo de los ama-haretz, de las personas pobres, simples y rudas que, en su sencillez, no poseían la clarividencia crítica para comprender las complejas doctrinas religiosas de los doctores de la Ley. Ellas quizá, como tantos otros de sus hermanos, se sentían exiliadas, decaídas de Dios, indignas, abandonadas en su miseria y soledad; y sin embargo comprendieron los designios de Dios. María acogió asombrada al Dios que “se complace en la humildad de su esclava.” E Isabel, al sentirse llena del Espíritu Santo por la visita de María, dijo a voz en grito: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá.”
El Dios que se manifiesta a María e Isabel es el Dios humilde y sencillo, que no quiere sacrificios ni ofrendas, ni acepta holocaustos ni víctimas expiatorias. Es el Dios pequeño que se manifiesta en la carne de su Hijo Crucificado, de modo que “conforme a su voluntad todos quedamos santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, hecha una vez para siempre.” Es el Dios de los ama-haretz, el Dios de todos los crucificados de la historia.
Fue otra mujer, crucificada de la historia, Etty Hillesum, judía holandesa que murió en el campo de concentración de Auschwitz-Birkenau, la que comprendió a cabalidad lo que significa creer en el Dios de Jesús, como Dios de los pequeños y olvidados. Etty elabora su propio lenguaje simbólico y místico con el que describe lo que significa ayudar a Dios. Porque no es Dios quien puede ayudarnos –dice Etty- sino nosotros a Él, para que su llama no se extinga en este mundo. En esos tiempos de terror, como ella califica a la época que le tocó vivir, “ayudar a Dios, para Etty, es encontrarle un resguardo dentro de sí, ofrecerle hospitalidad, buscarle un cobijo en las personas sufrientes que encuentra, salvar un pedacito de Dios en los seres humanos…Salvar la existencia de Dios en la desventura. Ser huésped y amiga.” Así lo explica Wanda Tommasi. Y José Ignacio González Faus dice hermosamente que “ayudar a Dios es ayudar al amor que no tiene más fuerza que su misma oferta.”
El 12 de julio de 1942, Etty escribe esta estremecedora oración: “Corren malos tiempos, Dios mío. Esta noche me ocurrió algo por primera vez: estaba desvelada, con los ojos ardientes en la oscuridad, y veía imágenes del sufrimiento humano. Dios, te prometo una cosa: no haré que mis preocupaciones por el futuro pesen como un lastre en el día de hoy, aunque para eso se necesite cierta práctica… Te ayudaré, Dios mío, para que no me abandones, pero no puedo asegurarte nada por anticipado. Sólo una cosa es para mí cada vez más evidente: que tú no puedes ayudarnos, que debemos ayudarte a ti, y así nos ayudaremos a nosotros mismos. Es lo único que tiene importancia en estos tiempos, Dios: salvar un fragmento de ti en nosotros. Tal vez así podamos hacer algo por resucitarte en los corazones desolados de la gente. Sí, mi Señor, parece ser que tú tampoco puedes cambiar mucho las circunstancias; al fin y al cabo, pertenecen a esta vida…Y con cada latido del corazón tengo más claro que tú no nos puedes ayudar, sino que debemos ayudarte nosotros a ti y que tenemos que defender hasta el final el lugar que ocupas en nuestro interior…Mantendré en un futuro próximo muchísimas más conversaciones contigo y de esta manera impediré que huyas de mí. Tú también vivirás pobres tiempos en mí, Señor, en los que no estarás alimentado por mi confianza. Pero, créeme, seguiré trabajando por ti y te seré fiel y no te echaré de mi interior.”
El sentido de la Navidad puede cambiar profundamente para nosotros si tomamos en serio estas palabras de Etty. Si seguimos esperando a un Dios grande y fuerte que “descuaja los cedros del Líbano”, poco cambiará de esta historia de horror y de violencia que los hombres hemos tejido. Pero si hacemos la experiencia de Miqueas, de Isabel, de María y de Etty, entonces empezaremos a descubrir al Dios vivo y verdadero que se manifiesta en los pequeños. Y quién sabe si, pese a tanto horror, podremos alimentar a Dios con nuestra confianza, trabajaremos por Él, le seremos fieles y defenderemos hasta el final el lugar que ocupa en nuestro interior.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *