Segundo Domingo de Adviento

Lecturas: Bar 5, 1-9; Flp 1, 4-6.8-11; Lc 3, 1-6.
En este segundo domingo, la liturgia nos presenta la figura de Juan el bautista como símbolo del adviento. Juan, el profeta de fuego que, según la cronología de Lucas, apareció en el año quince del reinado del emperador Tiberio. La voz de Juan grita en el desierto: “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Y todos verán la salvación de Dios.”
Juan es quien prepara el camino al Señor y allana sus senderos. Él sabe que él no era el Mesías, ni Elías, ni el profeta. Él sabe que sólo era la voz del que grita en el desierto: Allanad el camino del Señor… Y cuando los fariseos le increpan, diciéndole: “Si no eres el Mesías ni Elías ni el profeta, ¿por qué bautizas?” Juan les responde: “Yo bautizo con agua. Entre vosotros está uno que no conocéis, que viene detrás de mí; y yo no soy digno de soltarle la correa de su sandalia.” (Jn 1, 19-27)
El que viene detrás de Juan es Jesús, rostro visible de la misericordia invisible de Dios para nosotros. Juan prepara el camino a Jesús sin ningún protagonismo.Su humilde testimonio nos invita a dar paso a la compasión y la misericordia, desde la sencillez y sin protagonismos; su vida nos inspira a traer alivio al mundo, a enderezar lo torcido y a igualar lo escabroso, a ser compasivos con la compasión de Dios mismo.
“La compasión en la Sagrada Escritura es la palabra clave para indicar el actuar deDios hacia nosotros. Él no se limita a afirmar su amor, sino que lo hace visible y tangible. El amor, después de todo, nunca podrá ser una palabra abstracta. Por su misma naturaleza es vida concreta: intenciones, actitudes, comportamientos que se verifican en el vivir cotidiano. La misericordia de Dios es su responsabilidad por nosotros. Él se siente responsable, es decir, desea nuestro bien y quiere vernos felices, colmados de alegría y serenos. Es sobre esta misma amplitud de onda que se debe orientar el amor misericordioso de los cristianos. Como ama el Padre, así aman los hijos. Como Él es misericordioso, así estamos nosotros llamados a ser misericordiosos los unos con los otros[1].”
Es Dios compasivo quien anuncia a una Jerusalén devastada por la gran catástrofe del exilio, que ya puede quitarse su ropa de duelo y aflicción, y vestirse para siempre el esplendor de la gloria que viene de Dios. Que puede envolverse en el manto de la justicia que procede de Dios y poner en su cabeza la diadema de gloria del Eterno. Porque Dios mostrará su esplendor a todo lo que hay bajo el cielo. Pues su nombre se llamará de parte de Dios para siempre: “Paz de la Justicia” y “Gloria de la Piedad”.
El oráculo del profeta, dirigido a Jerusalén, cuidad de la Paz, puede hacerse hoy extensivo a toda la humanidad. Pues es Dios quien “ha ordenado que sean rebajados todo monte elevado y los collados eternos, y colmados los valles hasta allanar la tierra, para que el pueblo marche en seguro bajo la gloria deDios. Y hasta las selvas y todo árbol aromático nos darán sombra por orden deDios. Porque Dios nos guiará con alegría a la luz de su gloria, con la misericordia y la justicia que vienen de él.”
Es Dios quien -a través de Jesús su hijo- nos guía con la misericordia y la justicia que vienen de él. Jesús es quien nos habla de la compasión y la misericordia con la que trata Dios a su pueblo. Porque Jesús “no es otra cosa sino amor. Un amor que se dona gratuitamente. Sus relaciones con las personas que se le acercan dejan ver algo único e irrepetible. Los signos que realiza, sobre todo hacia los pecadores, hacia las personas pobres, excluidas, enfermas y sufrientes llevan consigo el distintivo de la misericordia. En Él todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de compasión.
“Jesús, ante la multitud de personas que lo seguían, viendo que estaban cansadas y extenuadas, perdidas y sin guía, sintió desde lo profundo del corazón una intensa compasión por ellas (cfr Mt 9,36). A causa de este amor compasivo curó los enfermos que le presentaban (cfr Mt 14,14) y con pocos panes y peces calmó el hambre de grandes muchedumbres (cfr Mt 15,37). Lo que movía a Jesús en todas las circunstancias no era sino la compasión, con la cual leía el corazón de los interlocutores y respondía a sus necesidades más reales[2].”
Los creyentes estamos llamados a reflejar la misericordia y la compasión de Dios, actuando a la manera de Jesús. Como él, estamos invitados a la compasión, por la cual podemos leer el corazón de los interlocutores y responder a sus necesidades. ¡Cuánta necesidad de compasión hay en el mundo! De esa compasión que nos hace capaces de descubrir y cuidar de las necesidades de todos.
No llegará la tranquilidad a nuestro mundo, hasta tanto no centremos nuestras acciones en la búsqueda de la compasión y de la paz, en lugar de en la búsqueda de castigo y represalias contra los adversarios. Porque “las acciones motivadas por el deseo de castigar generan represalias del otro lado, y las acciones motivadas por un deseo de paz generan actos de paz del otro lado. En ambos casos las acciones crean ciclos que continúan por años, generaciones, siglos(…) La seguridad y la paz reales se pueden lograr, aún con mucho en contra, sólo cuando las personas son capaces de ver la “humanidad” de aquellos que los atacan. Esto requiere de algo mucho más difícil que poner la otra mejilla: requiere de empatizar con los miedos, el dolor, la ira y las necesidades humanas insatisfechas que están detrás de los ataques[3].”
Podemos transformar el odio y el deseo de castigo en compasión y misericordia, si actuamos como Jesús, aprendiendo a dar empatía a las necesidades y preocupaciones de nuestros adversarios, y viendo en “el lado contrario” no a enemigos, sino a seres humanos tratando de protegerse y satisfacer sus necesidades.
Antonio Kuri Breña Romero de Terreros, MSpS.

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