Cambiar el Paradigma

Podemos suponer que los seres humanos somos malos de raíz, y que necesitamos ser educados a través de castigos y recompensas, para aprender a distinguir el bien del mal. Nuestro sistema pedagógico  -en la familia, en la escuela, en la iglesia-  se mueve bajo este presupuesto. Si así lo suponemos, necesitamos la imagen de un Dios que se corresponda con ese modelo;  un Dios que premie a los buenos y castigue a los malos, justo como nosotros lo hacemos.

 

Hay muchas lecturas en la Biblia que -leídas de una manera superficial-  nos pueden conducir fácilmente a alimentar la imagen de un Dios así. De hecho, leemos en la carta a los Hebreos que “el Señor castiga a quien ama y azota a los hijos que reconoce” (Heb 12, 6). Y en el Evangelio escuchamos a Jesús que dice: “Apenas se levante el amo de casa y cierre la puerta, ustedes se quedarán afuera y se pondrán a tocar la puerta diciendo: ¡Señor, ábrenos! Pero Él les contestará: No sé quiénes son ustedes” (Lc 13, 26).

 

Pero un Dios que se mueve en términos de justicia retributiva, con castigos y recompensas, no tiene nada que ver con el Dios que “hace salir su sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos” (Mt. 5, 45), anunciado por Jesús. Jesús nos reveló al Dios de la absoluta gratuidad que, como Pastor compasivo, es capaz de “dejar las noventa y nueve ovejas en el campo e ir en busca de la que se le perdió hasta encontrarla” (Lc. 15, 4). Dios es el Padre misericordioso que hace fiesta al recobrar al hijo que “estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado” (Lc. 15, 24.32).

 

Para encontrar un sentido digno de Dios a las lecturas que hemos escuchado, hace falta recorrer un camino más largo que la mera recepción de la letra o  “carne de la Escritura”, y que hoy se presenta áspera y difícil. Para encontrar el tesoro escondido, la perla preciosa del Reino, el “espíritu de estas Escrituras”, es necesario cambiar nuestra imagen de Dios y, por tanto, cambiar también nuestros presupuestos acerca del ser humano. Esta es la “puerta angosta” por la que estamos invitados a entrar.

 

Empecemos por lo segundo: Jesús nos mostró que lo más humano del ser humano, lo que está más al fondo de nuestro corazón, no es la maldad, sino la compasión y el deseo de contribuir al bienestar de los demás. Eso es lo que la Comunicación No Violenta proclama. Este fondo de luz es lo más constitutivo de todo ser humano, aunque esa luz esté frecuentemente recubierta por una coraza dura como el hormigón o el acero, que nos aliena de nuestro ser esencial y luminoso. Jesús ha venido a despertarnos, a quitar obstáculos para que emerja con más facilidad esa luz. Jesús nos enseña el camino para conectar con nuestra verdadera naturaleza compasiva. ¿Cómo hacerlo? Yendo por el camino de la CNV.

 

Para ello hay que purificar nuestra imagen de Dios. Jesús denuncia la imagen falseada, que sus contemporáneos sostenían, del Dios que elige a unos y rechaza a otros. Jesús desestima cualquier privilegio que se pueda derivar del hecho de ser miembros del “pueblo elegido”. Cuando Jesús dice: “entonces llorarán ustedes y se desesperarán, cuando vean a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y ustedes se vean echados fuera”(Lc 13, 28), lo que en realidad denuncia es que los Israelitas no pueden arrogarse ningún privilegio por sentirse el “pueblo elegido”. Ni el pueblo de Israel de antaño, ni la Iglesia de hoy, pueden detentarse como portadores exclusivos de la salvación, si sus miembros perseveran en el mal. De nada vale el que “hayamos comido y bebido contigo y que tu hayas enseñado en nuestras plazas” (Lc 13, 26). Porque “vendrán muchos del oriente y del poniente, del norte y del sur y participarán en el banquete del Reino de Dios”(Lc 13, 29). Todas las personas de todos los puntos cardinales, todos los pueblos, todas las razas, todas las religiones, tenemos la misma posibilidad de acceder a Dios. El Dios de la elección se convierte, para Jesús, en el Dios de la inclusión.

 

Y hay más todavía. El Dios de la Alianza, que “descuaja los cedros de Líbano y lanza llamas de fuego” (Sal 29, 5.7), se ha manifestado sorprendentemente débil en Jesús, cuando éste decide encaminarse a Jerusalén para afrontar su muerte violenta. En esa ocasión Dios no liberó con mano fuerte y tenso brazo a su Hijo, “sino que se retira del conflicto dejando a su profeta frente al riesgo de sus opciones”[1]. Con la subida de Jesús a Jerusalén, el “Dios de los ejércitos” que “actúa con brazo fuerte y mano poderosa” (Sal 136, 12), se convierte, para Jesús, en el Dios de los últimos, el Dios de los vencidos y las víctimas.

 

Porque el Nazareno “se ha solidarizado hasta la muerte con los rechazados del mundo: los desdichados, oprimidos y pobres; las víctimas de toda clase. Esta solidaridad de destino revela más la proximidad del Dios de Jesús a los excluidos que el éxito apoyado por una fuerza exterior conducente a una liberación material, social y política. Un acto de fuerza no transforma la dinámica de los poderes explotadores ni de las economías esclavistas. Se verían, ciertamente, obligadas a no actuar, pero no renunciarían en absoluto a ejercer su dañino poder desde el momento en que la represión se relajara. Además, la complicidad latente que se da entre los verdugos y las víctimas, entre los explotadores y los explotados, no se vería en absoluto abolida si sólo triunfaran o la idea de venganza, o la permutación de los poderes y prerrogativas. Jesús eligió un camino más arduo y más enigmático: romper el círculo de la venganza, erradicar la complicidad latente con los poderosos mediante una solidaridad sin reservas con los aplastados de nuestra historia.”[2]

 

El Dios del castigo es el Dios de la fuerza. Ese no es el Dios de Jesús, para quien “los últimos son los primeros, y los primeros los últimos”(Lc 13, 30).  Al encuentro con Dios se entra por la puerta angosta del amor compasivo y entregado, por el camino de la no violencia. No es el miedo al castigo lo que “produce en nosotros frutos de paz y santidad”, sino la conexión con nuestros sentimientos y necesidades; y la compasión hacia los sentimientos y necesidades de los demás. Ese fue el camino abierto por Jesús, esa es la práctica espiritual a la que la CNV nos invita.


[1] CHRISTIAN DUQUOC, El único Cristo. La sinfonía diferida, Sal Terrae, Santander 2005, p. 61.

[2] Ibid, pp. 64-65.

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