Tercer Domingo de Adviento

Lecturas: Sof 3, 14-18a; Flp 4, 4-7; Lc 3, 10-18.
“Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación. Misericordia: es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia: es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Misericordia: es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida. Misericordia: es la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados para siempre no obstante el límite de nuestro pecado[1].”
Estas hermosas palabras del Papa Francisco nos recuerdan que la misericordia, el amor y la compasión, son fuente de alegría, de serenidad y de paz; y son palabras que revelan el Misterio de Dios. La esencia de todo ser humano es el amor y la compasión: “la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida.”
La misericordia, el amor y la compasión, nunca son palabras abstractas. Se verifican en lo concreto: en nuestras intenciones, palabras y comportamientos.Hoy, Juan el bautista nos lo recuerda. Cuando la gente le pregunta: Nosotros,¿qué tenemos que hacer? Juan no les dice simplemente “pórtense bien”, sino que baja a lo más concreto: “El que tenga dos túnicas, que dé una al que no tiene ninguna; y el que tenga comida, haga lo mismo.” ¿Y si escucháramos esa invitación de Juan y la actualizáramos? “El que tenga dos casas o dos coches o dos propiedades, que dé una al que no tiene ninguna” ¿Qué tal nos suena esto?
Y luego, cuando vienen a bautizarse los publicanos y le preguntan: “Maestro, ¿qué hacemos nosotros?” Él les contestó: “No cobréis más de lo establecido.” Los publicanos eran los funcionarios públicos. Si hoy a nuestros funcionarios les decimos: “No cobréis más de lo establecido.” Es decir, “tolerancia cero a cualquier acto de corrupción o cohecho” ¿Qué nos parece?
Y cuando unos militares le preguntaron: “¿Qué hacemos nosotros?” Él les contestó:“No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie, sino contentaos con la paga.” Si a las corporaciones de seguridad pública: el ejército, la policía –federal, estatal y municipal- los ministerios públicos, etc., les decimos: “No hagáis extorsión (ni abuso, ni tortura), contentaos con la paga” “Adiós a la mordida ya la arbitrariedad” ¿Cómo suena esto? Claro y concreto, ¿no es cierto?
Así de concreto era el mensaje de Juan, y así de concreto es el mensaje de Jesús. Finalmente, “la misericordia de Dios no es una idea abstracta, sino una realidad concreta con la cual Él revela su amor, que es como el de un padre o una madre que se conmueven en lo más profundo de sus entrañas por el propio hijo.Vale decir que se trata realmente de un amor “visceral”. Proviene desde lo más íntimo como un sentimiento profundo, natural, hecho de ternura y compasión, de indulgencia y de perdón[2].”
Este sentimiento profundo, natural, del corazón de Dios, hecho de ternura y compasión, se encarna en comportamientos muy concretos: “El Señor libera a los cautivos, abre los ojos de los ciegos y levanta al caído; el Señor protege a los extranjeros y sustenta al huérfano y a la viuda; el Señor ama a los justos y entorpece el camino de los malvados” (Sal 146, 7-9). Así que también nosotros debemos amar no sólo de palabra y con la boca, sino de corazón y con obras muy concretas. Si no es así, nuestro amor será pura palabrería hueca.
Esa es la oportunidad que se nos abre en este tiempo de adviento: amar con un amor que se traduzca en solidaridad efectiva, en entrega incondicional, en perdón sin límites. Pues así es el amor de Dios, manifestado en Jesús; así también ha de ser el amor de sus seguidores. “Dejar caer el rencor, la rabia, la violencia y la venganza son condiciones necesarias para vivir felices[3].”
Como Iglesia nos hemos olvidado de la misericordia, ocupados como estamos en juzgar y condenar.  Nos recordaba Jesús: “No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará: una medida buena, apretada, remecida, rebosante pondrán en el halda de vuestros vestidos. Porque seréis medidos con la medida que midáis.” (Lc6,37-38). Dice, ante todo, no juzgar y no condenar.
Como Iglesia haremos bien en acercarnos a la multitud de personas que viven en las“periferias existenciales”: todos aquellos que, por cuestión de su raza, de su condición social, de sus opciones de vida, de los fracasos sufridos o las enfermedades contraídas, son estigmatizados: “¡Cuántas situaciones de precariedad y sufrimiento existen en el mundo hoy! Cuántas heridas sellan la carne de muchos que no tienen voz porque su grito se ha debilitado y silenciado a causa de la indiferencia de los pueblos ricos. En este Jubileo la Iglesia será llamada a curar aún más estas heridas, a aliviarlas con el óleo de la consolación, a vendarlas con la misericordia y a curarlas con la solidaridad y la debida atención. No caigamos en la indiferencia que humilla, en la habitualidad que anestesia el ánimo e impide descubrir la novedad, en el cinismo que destruye. Abramos nuestros ojos para mirar las miserias del mundo, las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de la dignidad, y sintámonos provocados a escuchar su grito de auxilio.”
Esta es la invitación del adviento: “Que su grito se vuelva el nuestro y juntos podamos romper la barrera de la indiferencia que suele reinar campante para esconder la hipocresía y el egoísmo.”
Antonio Kuri Breña Romero de Terreros, MSpS.
[1] PAPA FRANCISCO, Misericordiae vultus n. 2
[2] Op. cit. n. 6
[3] Op. cit. n. 9

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